Viva la música

Un manifiesto al placer y la libertad.

Han pasado más de diez años desde que leí por primera vez a Andrés Caicedo. Yo tenía dieciséis. Recuerdo ese libro como una sacudida al espíritu, un golpe seco en plena adolescencia caótica, llena de primeras veces y preguntas sin respuesta. Había en mí una euforia interna casi insoportable. La curiosidad y el placer brotaban por cada poro. Recorría las páginas con antojo, con anhelo, con hambre, con esa necesidad cruda de vivir. De sentir eso que Andrés, con palabras filosas, sabía nombrar tan bien. Me enfrenté al libro como una niña a la que le muestran un dulce prohibido. La historia de su autor y su trágico final me obsesionó. Leí su carta de despedida una y otra vez:

“Nací con la muerte adentro y lo único que hago es sacármela para dejar de pensar y quedar tranquilo.”

Qué forma tan brutal de escribir. De sentir. De mirar al mundo y decidir dejarlo, tan así.

Hoy, años después, releo su obra y todo en ella me sabe a melancolía. A pesar de su musicalidad, su ritmo, los timbales que suenan como fondo constante, hay en sus páginas un manifiesto al placer puro, sin culpa, sin remordimientos, ni permiso. Una oda a la libertad, al grito mudo, a fumar en la cama a horas prohibidas, a la rumba desbordada, al sexo sin amor, a la rebeldía de levantar la voz cuando todo te quiere en silencio, a estar en contra de lo "bien" que tanto mal le hace al mundo.

Y la melancolía…Esa tristeza suave, esa anestesia ligera del alma, ese llanto contenido, esas palabras no dichas, esas sombras fieles, esas sonrisas disfrazadas personificado en La Mona, tan viva ella, tan bella ella, tan rota ella.

Una amiga, Liza, describió el libro como “un pericazo literario”, y no sé si haya mejor definición:Abrumador, acelerado, placentero y asfixiante.Un baile hasta el amanecer en tiempos violentos. Un rumbón…y también un domingo de bajón con lluvia suave.